lunes, 30 de noviembre de 2015

Necesidades reales, necesidades imaginarias.

Tiene que borrar todas las huellas. Delante de ella, sobre la mesa, están las pruebas de su delito: celofán, bote de telgopor, papel aluminio, caja de cartón. Un cuchillo sucio, migas. La taza donde tomó la leche. Gotas de helado de chocolate derretido. Humedece un trapo y lo exprime bien.
La cocina es pequeña y blanca. Tiene una ventanita que da al patio interior del edificio, una heladera de las de noventa centímetros de altura, y un único mueble de dos puertas y dos cajones, donde guarda los escasos platos que tiene, los cubiertos, la sal y unos pocos alimentos.
Limpia la mesada con la rejilla, lava la taza y el cuchillo, los seca, y los guarda en un cajón. Más difícil será deshacerse de todo lo demás. El packaging. Eso que también diseñan en la agencia para los clientes.
Busca un buen lugar. Alguno donde Francisca no lo encuentre. El tacho de la basura queda descartado. El cajón de su ropa interior también. ¿Y la valija donde guarda la ropa de invierno? Va a su cuarto y la saca de la parte de abajo del armario. Es una vieja valija de tela azul, con las esquinas forradas en cuero. Forcejea con el cierre que no abre con facilidad. Guarda los envoltorios de papel y los de cartón, pero el pote de Häagen—Dazs, el sabor de la alegría, es demasiado grande y no le queda más remedio que pisarlo para hacerlo entrar. El interior de la valija y la suela de su zapato quedan manchados con gotas de helado. A la noche, cuando regrese, tendrá que acordarse de sacar todo de ahí, o volverán las cucarachas.
Se quita el jean y la camisa con los que fue a McCANN, la verdad bien dicha, se desprende el corpiño con una sola mano y tira todo sobre la cama. Se pone una remera grande y descolorida que le llega casi hasta las rodillas. Entra al baño. Sobre los azulejos celestes de las paredes hay pegados recortes de diarios y revistas: fotos de modelos famosas, la receta de una máscara de aceite de oliva y azúcar que suaviza la piel, ejercicios para hacer bajo la ducha que reducen la cintura, y un calendario lleno de anotaciones en el que cada día del mes ocupa un gran rectángulo. Aunque todavía falta por lo menos media hora para que llegue Francisca, cierra la puerta con dos vueltas de llave.
Abre el grifo del agua fría apenas lo suficiente para que salga un hilo delgado. Al caer sobre la bacha de aluminio, el agua suena como un arroyo límpido que golpea las piedras de su cauce.
Lo que ella está por hacer no es puro como ese arroyo.
Se moja la mano derecha y se inclina sobre el inodoro.
Abre la boca.
Lo ideal es que la primera arcada nazca rápida y fácilmente. Casi como si no hubiera sido necesario provocarla. Que sea silenciosa, profunda, prolongada. Que surja del fondo del estómago, origine un espasmo en el aparato digestivo y se extienda como una contracción a todo el cuerpo. Lo ideal, lo mejor de todo, es que la primera arcada no llegue sola, sino bien acompañada. De comida a medio digerir. De otras arcadas y de más y más comida, hasta que el estómago quede vacío.
No sucede casi nunca.


Pocas cosas son tan difíciles de vomitar como las OREO. Cuatro paquetes de ciento once gramos: dos mil ciento cincuenta y dos calorías. Y eso sin sumarle la leche tibia, el pote de helado, y las CEREALITAS, un crujido de sabor, untadas con manteca que había engullido después. ¿Por qué no se había contentado con la manzana verde que le tocaba almorzar hoy? Es lunes y todo ha comenzado otra vez.
Dentro de media hora tiene que estar de regreso en McCANN,  pero primero tiene que deshacerse de lo comido. Tiene la panza inflada como un globo: así como está ni siquiera podría volver a abrocharse el pantalón. Se mira en el espejo. Esa cara redonda y blanca es la suya, la misma que los otros ven, cuando la ven. ¿Cómo es que acabó teniendo ese rostro? No quiere ser así; no se reconoce en la que ve. Si le presentaran a alguien que tuviera esa misma cara, ella no querría ser su amiga.
Se inclina de nuevo sobre el inodoro.
La comida no sale.
¿Por qué compró esas galletas? Había pasado toda la mañana tratando de escribir un comercial para OREO, pero esa no es razón suficiente. Matilde había estado trabajando en la misma campaña, pero seguramente ahora estaría almorzando algo normal, no galletitas de chocolate. En cambio, cuando salió de McCANN, en vez de ir directamente hasta el sótano donde había estacionado el auto, ella bajó del ascensor en planta baja, atravesó el gran hall central del Cubo Negro, pasó bajo la escultura colgante de Soto, y caminó hasta llegar al kiosco que estaba en el ala norte. A cada paso que daba se decía que, si quería, todavía estaba a tiempo de no caer. ¿Qué era la voluntad, si no? Una cosa eran los mandriles que estudiaba Sapolsky; otra, la gente. Para no comer esas galletas sólo tenía que desear no hacerlo. Desearlo con suficiente fuerza, decidirlo, y dar media vuelta antes de llegar al kiosco. Así de fácil.
—Cuatro paquetes de OREO, por favor.
No uno, ni dos, sino cuatro. Antes de pagar había mirado hacia los lados y hacia atrás para asegurarse de que nadie conocido la estuviera viendo. Guardó los paquetes en su cartera como quien guarda un cuchillo.
La salida del Cubo Negro estaba despejada en dirección a Las Mercedes. Apuró la marcha del Fitito. Tragaba saliva a cada instante. Pensaba en las OREO. No veía la hora de llegar a su casa para comerlas. Tuvo suerte porque a pesar de que era mediodía no había demasiado tráfico. Hubiera querido abrir el primer paquete inmediatamente, conducir el volante con una sola mano y, con la otra, llevarse galleta tras galleta a la boca. Pero no le gustaba dejar el auto lleno de migas y, además, sabía que si las empezaba a comer ahí, sin acompañarlas de varios vasos de agua tibia con sal, serían mucho más difíciles de vomitar después.
¡Devóralas! era el eslogan que ella le había propuesto a Damián. Se le había ocurrido la noche anterior en un sueño. Pero él había preferido el de Matilde: la mejor cremita, el mejor chocolate.¿Qué gracia tenía decirlo de ese modo? ¿Acaso bastaba decir que algo era lo mejor para que la gente lo creyera? ¡Devóralas!, en cambio, tenía encanto: apelaba al instinto animal. Si se hubiera filmado el comercial que ella había soñado, el país entero habría salido corriendo a comprar OREO.
¡Todo un país engordado por culpa de un buen eslogan!
—En África hay niños que no tienen qué comer.
Su madre siempre le decía eso cuando ella era chica, y no le permitía levantarse de la mesa hasta que se hubiera comido todo lo que había en el plato.
Por lo visto, ella había aprendido la lección.
En el baño, mientras se moja la mano derecha, no piensa tanto en los niños de África como en los de su ciudad. En el semáforo antes de llegar a la Río de Janeiro, dos chiquitos se habían acercado a la ventanilla del auto. Una niña y un niño. Extendieron sus manitos, mirándola a los ojos. Tendrían cuatro y seis años, las caras sucias, la piel oscura y rasgos indígenas, como Francisca. Nada que ver con los niños rosados y cachetones que ella había imaginado para su comercial. Pensó abrir la cartera y darle un paquete de OREO a cada uno. Calculó la cantidad de calorías que dejaría de sumar a su cuerpo.
Mil setenta y seis.
También se le ocurrió que podría darles los cuatro paquetes, enmendar la falta que acababa de cometer al comprarlos, y comerse la manzana verde prevista en la dieta que había pegado la noche anterior en la pared del baño. De ese modo, habría hecho felices a los niños (al menos por un rato) y ahora no estaría aquí, inclinada sobre el inodoro. Al final había hecho un gesto negativo con la cabeza. Los niños se alejaron sin mirarla. En el espejo retrovisor, ella los vio acercarse al auto de atrás. Iban descalzos. ¿Qué justicia divina se encargaría de juzgarla por sus actos? Su madre siempre hacía obras de caridad: visitaba a unas monjas de una escuela rural y les llevaba alimentos que juntaba entre las vecinas del barrio; iba a un hospital una vez por semana para leerle a los ciegos; bordaba manteles todo el año para venderlos en noviembre, en una feria que donaba lo recaudado a los pobres.
Pero ella no junta alimentos, como no sea para vomitarlos.
No lee para nadie más que sí misma.
Ni siquiera sabe coser.
Y ahora, ¿cuánto dinero está por arrojar a las cloacas de su ciudad? Al precio de las OREO hay que sumar el de medio litro de leche (en el comercial que había imaginado, una niña pecosa mojaba las galletitas en un vaso lleno de leche), un pote de helado de chocolate con trocitos de maní (le rasparían la garganta al salir), cincuenta gramos de manteca, y entre quince y veinte CEREALITAS.
¿Cuánto suma todo?
Más de lo que ganará Francisca esta tarde por limpiar su departamento.
No puede evitarlo. Comer cualquier cosa prohibida, dar el primer mordisco a un chocolate, la primera lambetada a un helado de crema, es como sumergirse en el mar de noche. Traga la comida y ya no es ella, sino una partícula más de ese océano inmenso. Zambullida en el comer, se convierte en ese mar que la engulle. Mermeladas, panes, fideos, quesos, tortas, salames. Lo que basta para dejar satisfecho a cualquiera, a ella no hace sino despertarle más hambre. Ni siquiera hace falta que sean alimentos prohibidos para que el acto de comer se convierta en atracón. Le pasa incluso los días que respeta los permitidos. En verano, ha llegado a devorar una sandía de una sola sentada; en otoño, nueve manzanas verdes. Aunque convendría decir de una parada. Porque ella, cuando come, lo hace parada. Como si no fuera un acto de peso en su vida. Como si lo hiciera de pasada.
Entre la cocina y el baño.
—¡Pero si no estás gorda! —dice Francisca, cada vez que ella le informa que ha empezado una nueva dieta. —¡Gorda estoy yo!
Quizá sea verdad, pero los parámetros de Francisca no son los suyos. Francisca es mayor que ella. Francisca nació en el campo. Francisca tiene marido desde hace años. Pero, sobre todo, Francisca es pobre, y los pobres tienen otra idea de la belleza. Por eso Francisca puede pesar veinte kilos más que ella y ponerse, sin sentir vergüenza, esas remeras y esos pantalones ajustados que marcan sus grandes pechos y el tembladeral de sus caderas. En cambio, ella se compra ropa dos tallas más grandes para disimular. Pesa cuarenta y siete kilos. El médico le ha dicho que para su metro cincuenta y cuatro es el peso ideal. Pero ella quiere pesar cuarenta y tres. Ser flaca y espigada como Matilde, a ver si Damián le presta más atención a sus eslóganes.
Se moja la mano derecha otra vez. Es algo que descubrió hace tiempo y que ayuda a que la sensación del dedo adentro de la boca, arrastrándose sobre la lengua, sea menos desagradable. Al costo de su atracón, también debería sumar lo que cuesta toda esta agua. No sólo despilfarra comida, dinero y trabajo, sino agua. El agua, tan escasa como los alimentos. O como el tiempo de su propia vida. Al marido de Francisca le daría un ataque si llegara a ver esta canilla así, chorreando agua como si sobrara. Francisca habla de él todos los lunes. Hace un año que dejó el taller mecánico donde trabajaba y ahora sólo sale para pedir agua a los vecinos. O cuando llueve. En su casa no queda espacio para caminar: hay envases llenos por todas partes. Bidones. Damajuanas. Baldes. Hasta las cacerolas están llenas de agua. Hace meses que no se baña y Francisca tiene que asegurarse de que coma suficientes frutas todos los días para que no se deshidrate, porque desde que empezó con su locura se niega a tomar líquido.
—Cada vez hay menos —dice Veremundo. —La próxima guerra será por eso.
Tapa sus botellas con corchos y después las sella con cera. Así debería lacrarse ella la boca para no comer. En cierto modo, es lo que hace cuando ayuna. Pero nunca ha podido mantener el ayuno más allá del tercer día y entonces todo lo que ha adelgazado vuelve a engordarlo en un par de horas, durante el atracón que sigue después. Una vez se comió medio paquete de fideos crudos. Otra, toda una torta de frutillas y crema que había comprado para llevar a un cumpleaños al que nunca fue. Otra, dos frascos de Qué sería el mundo sin NUTELLA, que luego no pudo vomitar. Con el tiempo ha ido aprendiendo qué alimentos son fácilmente vomitables y cuáles no.
Le gustaría ser como Catalina de Siena, como Buda, como Jesús. Ayunar cuarenta días y cuarenta noches sin interrupción. No alimentarse sino de agua. Purificar su cuerpo, librarlo del hambre, predisponerlo a otro tipo de percepción. Si lograra ayunar más de una semana podría entrar en un estado de alerta que la haría más sabia. Vería cosas más allá de lo evidente. El plan del libro que está escribiendo se desplegaría frente a ella como un abanico abierto, los personajes actuarían solos, su escritura se dispararía como un meteorito, una voz interna le dictaría las palabras y, en pocos días, sumida en una especie de trance natural, podría terminar la novela en la que viene trabajando todas las noches desde hace un año. La novela que, en pleno día, no logra comprender.
—¿De qué se trata tu libro? —le había preguntado Roberto, el dueño de McCANN.
Ella no había sabido explicarle, así que le dio algunos capítulos sueltos para que se hiciera una idea. Desde entonces, él no se le ha vuelto a acercar.
Le gusta pensar que si su jefe directo fuera Roberto y no Damián, habrían aprobado su eslogan para OREO en vez del de Matilde. Roberto es el tipo de persona que devora. Desmedido. Tuvo parálisis infantil de niño y le quedó una pierna muerta y más corta que la otra, y una manera de decir las cosas a mansalva que es el temor de toda la agencia.
—Tal vez sea maravilloso en la cama —le gusta decir a Matilde. Y separa las manos medio metro: —Con un coso así de grande.
Matilde siempre la hace reír.
Van a ser necesarios dos dedos. Índice y medio. Presiona la base de la lengua hacia abajo. Luego más allá, hasta tocarse las amígdalas.
Una pasta marrón y blanca se hunde en el agua, salpica su ropa y forma una montaña oscura sobre el fondo celeste del inodoro. De sus labios cuelga un hilo de saliva que se estira hasta llegar a la superficie del agua. Ahí se detiene: alargado, tenso, ingrávido. Diminutas burbujas lentas suben y bajan por él como por un camino. Ella escupe con fuerza, y el camino se corta en dos: la mitad de arriba asciende hacia su boca y la de abajo cae despacio, derritiéndose como caramelo líquido. En la montaña del fondo debe haber unas tres galletas. Cuatro, a lo sumo.
Un peso veinticinco.
Doce veces eso y habrá terminado.
Hoy mismo empezará otro ayuno.
Le gustaría ser una garrapata y ayunar dieciocho años seguidos. Un pez, una serpiente, una tortuga. Ayunar un año entero. Ser una artista del hambre, como el personaje de Kafka, y no comer hasta convertirse en brizna de hierba. Pero le falta entereza. Ni siquiera es hambre lo que le hace romper el ayuno. El hambre desaparece después de las primeras veinticuatro horas. Es falta de voluntad. Tendría que coserse los labios para no comer.
Lo difícil es eso: controlarse. Es más fácil no comer nada, que comer cantidades razonables. ¿Cuándo le había empezado a suceder? Toda su infancia había sido una constante en sentido contrario: ella no quería comer, pero su madre la obligaba, como suelen hacer las madres. ¿Pero quién la obliga ahora que vive sola y es dueña de su vida? O quizá sea tan dueña de sí como Veremundo y su compulsión a guardar agua. Como los mandriles de Sapolsky. Como un globo de aire caliente que sube al cielo.
¿Seguirá así toda la vida? ¿Cuántos años más pasará comiendo y empachándose para vomitarlo todo después? Ha leído acerca de la enfermedad en alguna parte. Ese nombre que no se atreve ni a pronunciar. Pero ella está segura de que no está enferma: sólo quiere estar más flaca. Ser como las modelos de las fotos que tiene pegadas en la pared y que la están mirando vomitar.
Cindy Crawford en la tapa de BAZAAR con una tanga roja a lunares verdes.
Valeria Mazza con ropa interior de encaje negro, sobre una cama mullida y blanca.
Claudia Schiffer desnuda en una playa de Hawai.
En el inodoro, a nivel del agua, ha quedado una aureola oscura. La montaña ha crecido y ahora parece un continente en medio del mar.
—¿Estás bien?
Es Francisca, que toca la puerta del baño. No la había escuchado llegar. No podrá seguir vomitando, pero no importa porque ya se ha deshecho de casi todo lo que comió. Las calorías de las dos o tres galletas que no salieron pasarán a formar parte de sus caderas, esas bolas gelatinosas en la parte superior de los muslos.
—Sí, Francis —dice, mientras se enjuaga la cara y las manos, sucias de saliva y restos de vómito. —Ya salgo.
Se mira en el espejo. Tiene los ojos hinchados y varios vasitos sanguíneos rotos alrededor de la boca. Se pone colirio en los ojos. Se sube la remera hasta el cuello. Su panza parece la de una embarazada. Nunca ha entendido por qué la hinchazón no desaparece después de vomitar. El embarazo se quedará ahí hasta el día siguiente. El escozor en la garganta también. Sólo las marcas en los nudillos de la mano derecha durarán más. Hace meses que las tiene. Cada vez que empiezan a desaparecer, vuelve a pegarse un atracón y se hacen necesarios los dedos dentro de la boca, raspándose al pasar entre los dientes. Quizá no sucedería si su mano no fuera una mano, si en vez de cinco dedos pudiera usar uno solo y muy largo, como el tentáculo de un pulpo. Aunque una aspiradora sería mucho mejor. Para comer todo lo que quisiera y succionarlo después.
Algunos azulejos han quedado salpicados de vómito. Tendría que haber traído un trapo antes de encerrarse en el baño. Los limpia con la toalla de mano y la esconde detrás del bidé para que Francisca no la encuentre.
Abre el botiquín. Los estantes están cubiertos de pelos, polvo y pelusas. Saca el tubo de COLGATE, la sonrisa más blanca, y la caja del DICLOTRIDE que está entre el cortaúñas y el BUSCOBRAX. La abre, desdobla el papel metálico en el que vienen envueltas las pastillas, corta dos cuadraditos y vuelve a poner la caja en su lugar. Se lava los dientes hasta que la boca se le llena de espuma. Después de vestirse lo hará una vez más y se enjuagará la boca con LISTERINE, mata los gérmenes del mal aliento. Se pondrá agua oxigenada y alcohol en los nudillos, y cubrirá esas marcas con la misma base de maquillaje que se pone en la cara. Por último, meterá el libro de Sapolsky en la cartera, hablará un rato con Francisca y se irá a trabajar. Aunque tiene la panza inflada, cuando regrese, al final de la tarde, no la tendrá más. Gracias a los dos DICLOTRIDE que saca de su envoltorio plateado y se traga ahora, sin agua, de un solo golpe.
Para eso sirven los diuréticos