lunes, 30 de noviembre de 2015

Necesidades reales, necesidades imaginarias.

Tiene que borrar todas las huellas. Delante de ella, sobre la mesa, están las pruebas de su delito: celofán, bote de telgopor, papel aluminio, caja de cartón. Un cuchillo sucio, migas. La taza donde tomó la leche. Gotas de helado de chocolate derretido. Humedece un trapo y lo exprime bien.
La cocina es pequeña y blanca. Tiene una ventanita que da al patio interior del edificio, una heladera de las de noventa centímetros de altura, y un único mueble de dos puertas y dos cajones, donde guarda los escasos platos que tiene, los cubiertos, la sal y unos pocos alimentos.
Limpia la mesada con la rejilla, lava la taza y el cuchillo, los seca, y los guarda en un cajón. Más difícil será deshacerse de todo lo demás. El packaging. Eso que también diseñan en la agencia para los clientes.
Busca un buen lugar. Alguno donde Francisca no lo encuentre. El tacho de la basura queda descartado. El cajón de su ropa interior también. ¿Y la valija donde guarda la ropa de invierno? Va a su cuarto y la saca de la parte de abajo del armario. Es una vieja valija de tela azul, con las esquinas forradas en cuero. Forcejea con el cierre que no abre con facilidad. Guarda los envoltorios de papel y los de cartón, pero el pote de Häagen—Dazs, el sabor de la alegría, es demasiado grande y no le queda más remedio que pisarlo para hacerlo entrar. El interior de la valija y la suela de su zapato quedan manchados con gotas de helado. A la noche, cuando regrese, tendrá que acordarse de sacar todo de ahí, o volverán las cucarachas.
Se quita el jean y la camisa con los que fue a McCANN, la verdad bien dicha, se desprende el corpiño con una sola mano y tira todo sobre la cama. Se pone una remera grande y descolorida que le llega casi hasta las rodillas. Entra al baño. Sobre los azulejos celestes de las paredes hay pegados recortes de diarios y revistas: fotos de modelos famosas, la receta de una máscara de aceite de oliva y azúcar que suaviza la piel, ejercicios para hacer bajo la ducha que reducen la cintura, y un calendario lleno de anotaciones en el que cada día del mes ocupa un gran rectángulo. Aunque todavía falta por lo menos media hora para que llegue Francisca, cierra la puerta con dos vueltas de llave.
Abre el grifo del agua fría apenas lo suficiente para que salga un hilo delgado. Al caer sobre la bacha de aluminio, el agua suena como un arroyo límpido que golpea las piedras de su cauce.
Lo que ella está por hacer no es puro como ese arroyo.
Se moja la mano derecha y se inclina sobre el inodoro.
Abre la boca.
Lo ideal es que la primera arcada nazca rápida y fácilmente. Casi como si no hubiera sido necesario provocarla. Que sea silenciosa, profunda, prolongada. Que surja del fondo del estómago, origine un espasmo en el aparato digestivo y se extienda como una contracción a todo el cuerpo. Lo ideal, lo mejor de todo, es que la primera arcada no llegue sola, sino bien acompañada. De comida a medio digerir. De otras arcadas y de más y más comida, hasta que el estómago quede vacío.
No sucede casi nunca.


Pocas cosas son tan difíciles de vomitar como las OREO. Cuatro paquetes de ciento once gramos: dos mil ciento cincuenta y dos calorías. Y eso sin sumarle la leche tibia, el pote de helado, y las CEREALITAS, un crujido de sabor, untadas con manteca que había engullido después. ¿Por qué no se había contentado con la manzana verde que le tocaba almorzar hoy? Es lunes y todo ha comenzado otra vez.
Dentro de media hora tiene que estar de regreso en McCANN,  pero primero tiene que deshacerse de lo comido. Tiene la panza inflada como un globo: así como está ni siquiera podría volver a abrocharse el pantalón. Se mira en el espejo. Esa cara redonda y blanca es la suya, la misma que los otros ven, cuando la ven. ¿Cómo es que acabó teniendo ese rostro? No quiere ser así; no se reconoce en la que ve. Si le presentaran a alguien que tuviera esa misma cara, ella no querría ser su amiga.
Se inclina de nuevo sobre el inodoro.
La comida no sale.
¿Por qué compró esas galletas? Había pasado toda la mañana tratando de escribir un comercial para OREO, pero esa no es razón suficiente. Matilde había estado trabajando en la misma campaña, pero seguramente ahora estaría almorzando algo normal, no galletitas de chocolate. En cambio, cuando salió de McCANN, en vez de ir directamente hasta el sótano donde había estacionado el auto, ella bajó del ascensor en planta baja, atravesó el gran hall central del Cubo Negro, pasó bajo la escultura colgante de Soto, y caminó hasta llegar al kiosco que estaba en el ala norte. A cada paso que daba se decía que, si quería, todavía estaba a tiempo de no caer. ¿Qué era la voluntad, si no? Una cosa eran los mandriles que estudiaba Sapolsky; otra, la gente. Para no comer esas galletas sólo tenía que desear no hacerlo. Desearlo con suficiente fuerza, decidirlo, y dar media vuelta antes de llegar al kiosco. Así de fácil.
—Cuatro paquetes de OREO, por favor.
No uno, ni dos, sino cuatro. Antes de pagar había mirado hacia los lados y hacia atrás para asegurarse de que nadie conocido la estuviera viendo. Guardó los paquetes en su cartera como quien guarda un cuchillo.
La salida del Cubo Negro estaba despejada en dirección a Las Mercedes. Apuró la marcha del Fitito. Tragaba saliva a cada instante. Pensaba en las OREO. No veía la hora de llegar a su casa para comerlas. Tuvo suerte porque a pesar de que era mediodía no había demasiado tráfico. Hubiera querido abrir el primer paquete inmediatamente, conducir el volante con una sola mano y, con la otra, llevarse galleta tras galleta a la boca. Pero no le gustaba dejar el auto lleno de migas y, además, sabía que si las empezaba a comer ahí, sin acompañarlas de varios vasos de agua tibia con sal, serían mucho más difíciles de vomitar después.
¡Devóralas! era el eslogan que ella le había propuesto a Damián. Se le había ocurrido la noche anterior en un sueño. Pero él había preferido el de Matilde: la mejor cremita, el mejor chocolate.¿Qué gracia tenía decirlo de ese modo? ¿Acaso bastaba decir que algo era lo mejor para que la gente lo creyera? ¡Devóralas!, en cambio, tenía encanto: apelaba al instinto animal. Si se hubiera filmado el comercial que ella había soñado, el país entero habría salido corriendo a comprar OREO.
¡Todo un país engordado por culpa de un buen eslogan!
—En África hay niños que no tienen qué comer.
Su madre siempre le decía eso cuando ella era chica, y no le permitía levantarse de la mesa hasta que se hubiera comido todo lo que había en el plato.
Por lo visto, ella había aprendido la lección.
En el baño, mientras se moja la mano derecha, no piensa tanto en los niños de África como en los de su ciudad. En el semáforo antes de llegar a la Río de Janeiro, dos chiquitos se habían acercado a la ventanilla del auto. Una niña y un niño. Extendieron sus manitos, mirándola a los ojos. Tendrían cuatro y seis años, las caras sucias, la piel oscura y rasgos indígenas, como Francisca. Nada que ver con los niños rosados y cachetones que ella había imaginado para su comercial. Pensó abrir la cartera y darle un paquete de OREO a cada uno. Calculó la cantidad de calorías que dejaría de sumar a su cuerpo.
Mil setenta y seis.
También se le ocurrió que podría darles los cuatro paquetes, enmendar la falta que acababa de cometer al comprarlos, y comerse la manzana verde prevista en la dieta que había pegado la noche anterior en la pared del baño. De ese modo, habría hecho felices a los niños (al menos por un rato) y ahora no estaría aquí, inclinada sobre el inodoro. Al final había hecho un gesto negativo con la cabeza. Los niños se alejaron sin mirarla. En el espejo retrovisor, ella los vio acercarse al auto de atrás. Iban descalzos. ¿Qué justicia divina se encargaría de juzgarla por sus actos? Su madre siempre hacía obras de caridad: visitaba a unas monjas de una escuela rural y les llevaba alimentos que juntaba entre las vecinas del barrio; iba a un hospital una vez por semana para leerle a los ciegos; bordaba manteles todo el año para venderlos en noviembre, en una feria que donaba lo recaudado a los pobres.
Pero ella no junta alimentos, como no sea para vomitarlos.
No lee para nadie más que sí misma.
Ni siquiera sabe coser.
Y ahora, ¿cuánto dinero está por arrojar a las cloacas de su ciudad? Al precio de las OREO hay que sumar el de medio litro de leche (en el comercial que había imaginado, una niña pecosa mojaba las galletitas en un vaso lleno de leche), un pote de helado de chocolate con trocitos de maní (le rasparían la garganta al salir), cincuenta gramos de manteca, y entre quince y veinte CEREALITAS.
¿Cuánto suma todo?
Más de lo que ganará Francisca esta tarde por limpiar su departamento.
No puede evitarlo. Comer cualquier cosa prohibida, dar el primer mordisco a un chocolate, la primera lambetada a un helado de crema, es como sumergirse en el mar de noche. Traga la comida y ya no es ella, sino una partícula más de ese océano inmenso. Zambullida en el comer, se convierte en ese mar que la engulle. Mermeladas, panes, fideos, quesos, tortas, salames. Lo que basta para dejar satisfecho a cualquiera, a ella no hace sino despertarle más hambre. Ni siquiera hace falta que sean alimentos prohibidos para que el acto de comer se convierta en atracón. Le pasa incluso los días que respeta los permitidos. En verano, ha llegado a devorar una sandía de una sola sentada; en otoño, nueve manzanas verdes. Aunque convendría decir de una parada. Porque ella, cuando come, lo hace parada. Como si no fuera un acto de peso en su vida. Como si lo hiciera de pasada.
Entre la cocina y el baño.
—¡Pero si no estás gorda! —dice Francisca, cada vez que ella le informa que ha empezado una nueva dieta. —¡Gorda estoy yo!
Quizá sea verdad, pero los parámetros de Francisca no son los suyos. Francisca es mayor que ella. Francisca nació en el campo. Francisca tiene marido desde hace años. Pero, sobre todo, Francisca es pobre, y los pobres tienen otra idea de la belleza. Por eso Francisca puede pesar veinte kilos más que ella y ponerse, sin sentir vergüenza, esas remeras y esos pantalones ajustados que marcan sus grandes pechos y el tembladeral de sus caderas. En cambio, ella se compra ropa dos tallas más grandes para disimular. Pesa cuarenta y siete kilos. El médico le ha dicho que para su metro cincuenta y cuatro es el peso ideal. Pero ella quiere pesar cuarenta y tres. Ser flaca y espigada como Matilde, a ver si Damián le presta más atención a sus eslóganes.
Se moja la mano derecha otra vez. Es algo que descubrió hace tiempo y que ayuda a que la sensación del dedo adentro de la boca, arrastrándose sobre la lengua, sea menos desagradable. Al costo de su atracón, también debería sumar lo que cuesta toda esta agua. No sólo despilfarra comida, dinero y trabajo, sino agua. El agua, tan escasa como los alimentos. O como el tiempo de su propia vida. Al marido de Francisca le daría un ataque si llegara a ver esta canilla así, chorreando agua como si sobrara. Francisca habla de él todos los lunes. Hace un año que dejó el taller mecánico donde trabajaba y ahora sólo sale para pedir agua a los vecinos. O cuando llueve. En su casa no queda espacio para caminar: hay envases llenos por todas partes. Bidones. Damajuanas. Baldes. Hasta las cacerolas están llenas de agua. Hace meses que no se baña y Francisca tiene que asegurarse de que coma suficientes frutas todos los días para que no se deshidrate, porque desde que empezó con su locura se niega a tomar líquido.
—Cada vez hay menos —dice Veremundo. —La próxima guerra será por eso.
Tapa sus botellas con corchos y después las sella con cera. Así debería lacrarse ella la boca para no comer. En cierto modo, es lo que hace cuando ayuna. Pero nunca ha podido mantener el ayuno más allá del tercer día y entonces todo lo que ha adelgazado vuelve a engordarlo en un par de horas, durante el atracón que sigue después. Una vez se comió medio paquete de fideos crudos. Otra, toda una torta de frutillas y crema que había comprado para llevar a un cumpleaños al que nunca fue. Otra, dos frascos de Qué sería el mundo sin NUTELLA, que luego no pudo vomitar. Con el tiempo ha ido aprendiendo qué alimentos son fácilmente vomitables y cuáles no.
Le gustaría ser como Catalina de Siena, como Buda, como Jesús. Ayunar cuarenta días y cuarenta noches sin interrupción. No alimentarse sino de agua. Purificar su cuerpo, librarlo del hambre, predisponerlo a otro tipo de percepción. Si lograra ayunar más de una semana podría entrar en un estado de alerta que la haría más sabia. Vería cosas más allá de lo evidente. El plan del libro que está escribiendo se desplegaría frente a ella como un abanico abierto, los personajes actuarían solos, su escritura se dispararía como un meteorito, una voz interna le dictaría las palabras y, en pocos días, sumida en una especie de trance natural, podría terminar la novela en la que viene trabajando todas las noches desde hace un año. La novela que, en pleno día, no logra comprender.
—¿De qué se trata tu libro? —le había preguntado Roberto, el dueño de McCANN.
Ella no había sabido explicarle, así que le dio algunos capítulos sueltos para que se hiciera una idea. Desde entonces, él no se le ha vuelto a acercar.
Le gusta pensar que si su jefe directo fuera Roberto y no Damián, habrían aprobado su eslogan para OREO en vez del de Matilde. Roberto es el tipo de persona que devora. Desmedido. Tuvo parálisis infantil de niño y le quedó una pierna muerta y más corta que la otra, y una manera de decir las cosas a mansalva que es el temor de toda la agencia.
—Tal vez sea maravilloso en la cama —le gusta decir a Matilde. Y separa las manos medio metro: —Con un coso así de grande.
Matilde siempre la hace reír.
Van a ser necesarios dos dedos. Índice y medio. Presiona la base de la lengua hacia abajo. Luego más allá, hasta tocarse las amígdalas.
Una pasta marrón y blanca se hunde en el agua, salpica su ropa y forma una montaña oscura sobre el fondo celeste del inodoro. De sus labios cuelga un hilo de saliva que se estira hasta llegar a la superficie del agua. Ahí se detiene: alargado, tenso, ingrávido. Diminutas burbujas lentas suben y bajan por él como por un camino. Ella escupe con fuerza, y el camino se corta en dos: la mitad de arriba asciende hacia su boca y la de abajo cae despacio, derritiéndose como caramelo líquido. En la montaña del fondo debe haber unas tres galletas. Cuatro, a lo sumo.
Un peso veinticinco.
Doce veces eso y habrá terminado.
Hoy mismo empezará otro ayuno.
Le gustaría ser una garrapata y ayunar dieciocho años seguidos. Un pez, una serpiente, una tortuga. Ayunar un año entero. Ser una artista del hambre, como el personaje de Kafka, y no comer hasta convertirse en brizna de hierba. Pero le falta entereza. Ni siquiera es hambre lo que le hace romper el ayuno. El hambre desaparece después de las primeras veinticuatro horas. Es falta de voluntad. Tendría que coserse los labios para no comer.
Lo difícil es eso: controlarse. Es más fácil no comer nada, que comer cantidades razonables. ¿Cuándo le había empezado a suceder? Toda su infancia había sido una constante en sentido contrario: ella no quería comer, pero su madre la obligaba, como suelen hacer las madres. ¿Pero quién la obliga ahora que vive sola y es dueña de su vida? O quizá sea tan dueña de sí como Veremundo y su compulsión a guardar agua. Como los mandriles de Sapolsky. Como un globo de aire caliente que sube al cielo.
¿Seguirá así toda la vida? ¿Cuántos años más pasará comiendo y empachándose para vomitarlo todo después? Ha leído acerca de la enfermedad en alguna parte. Ese nombre que no se atreve ni a pronunciar. Pero ella está segura de que no está enferma: sólo quiere estar más flaca. Ser como las modelos de las fotos que tiene pegadas en la pared y que la están mirando vomitar.
Cindy Crawford en la tapa de BAZAAR con una tanga roja a lunares verdes.
Valeria Mazza con ropa interior de encaje negro, sobre una cama mullida y blanca.
Claudia Schiffer desnuda en una playa de Hawai.
En el inodoro, a nivel del agua, ha quedado una aureola oscura. La montaña ha crecido y ahora parece un continente en medio del mar.
—¿Estás bien?
Es Francisca, que toca la puerta del baño. No la había escuchado llegar. No podrá seguir vomitando, pero no importa porque ya se ha deshecho de casi todo lo que comió. Las calorías de las dos o tres galletas que no salieron pasarán a formar parte de sus caderas, esas bolas gelatinosas en la parte superior de los muslos.
—Sí, Francis —dice, mientras se enjuaga la cara y las manos, sucias de saliva y restos de vómito. —Ya salgo.
Se mira en el espejo. Tiene los ojos hinchados y varios vasitos sanguíneos rotos alrededor de la boca. Se pone colirio en los ojos. Se sube la remera hasta el cuello. Su panza parece la de una embarazada. Nunca ha entendido por qué la hinchazón no desaparece después de vomitar. El embarazo se quedará ahí hasta el día siguiente. El escozor en la garganta también. Sólo las marcas en los nudillos de la mano derecha durarán más. Hace meses que las tiene. Cada vez que empiezan a desaparecer, vuelve a pegarse un atracón y se hacen necesarios los dedos dentro de la boca, raspándose al pasar entre los dientes. Quizá no sucedería si su mano no fuera una mano, si en vez de cinco dedos pudiera usar uno solo y muy largo, como el tentáculo de un pulpo. Aunque una aspiradora sería mucho mejor. Para comer todo lo que quisiera y succionarlo después.
Algunos azulejos han quedado salpicados de vómito. Tendría que haber traído un trapo antes de encerrarse en el baño. Los limpia con la toalla de mano y la esconde detrás del bidé para que Francisca no la encuentre.
Abre el botiquín. Los estantes están cubiertos de pelos, polvo y pelusas. Saca el tubo de COLGATE, la sonrisa más blanca, y la caja del DICLOTRIDE que está entre el cortaúñas y el BUSCOBRAX. La abre, desdobla el papel metálico en el que vienen envueltas las pastillas, corta dos cuadraditos y vuelve a poner la caja en su lugar. Se lava los dientes hasta que la boca se le llena de espuma. Después de vestirse lo hará una vez más y se enjuagará la boca con LISTERINE, mata los gérmenes del mal aliento. Se pondrá agua oxigenada y alcohol en los nudillos, y cubrirá esas marcas con la misma base de maquillaje que se pone en la cara. Por último, meterá el libro de Sapolsky en la cartera, hablará un rato con Francisca y se irá a trabajar. Aunque tiene la panza inflada, cuando regrese, al final de la tarde, no la tendrá más. Gracias a los dos DICLOTRIDE que saca de su envoltorio plateado y se traga ahora, sin agua, de un solo golpe.
Para eso sirven los diuréticos

miércoles, 25 de noviembre de 2015

Brevatos

Sentado en la mesa, comiendo su mazorca de maíz lejos del calor del fuego el espantapájaros observaba a través de la ventana como un hombre clavado en el suelo cerca de la huerta se esforzaba por hacerse amigo de unos grajos.

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Siempre anduvo sobre las huellas que otros habían dejado. Siempre siguió el camino que otros habían trazado antes que él. Nunca se aventuró a buscar uno nuevo. No por miedo a perderse, sino por miedo a que nadie le siguiera.

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Vive en el ocho de la calle real. Es real no porque la realeza se dignara un día pasar por allí sino por la realidad de sus gentes y sus vidas que dan para mucha literatura y ficción.

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Uno de los placeres del verano es llover estando dentro del mar. Con el cuerpo entre dos aguas, una parte dulce y otra salada, te conviertes en sirena.

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A lo largo de la semana fue comprando los ladrillos. Los acarreó en las bolsas de la compra pero era muy delgadas para tanto peso y se le rompían. Los ladrillos caían al suelo y había que meterlos en otra bolsa que también se rompía. Daba la sensación de que las bolsas sabían para qué los compraba y se negaban a participar.

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Durante la noche los copos de nieve convertidos en palabras blancas escribieron una historia fría sobre los tejados oscuros. La mañana se sorprendió de tener tanto que leer.

martes, 17 de noviembre de 2015

Memoria

Los niños jugaban entre las ruinas de la ciudad devastada por las bombas que como monedas los aviones lanzaban contra el suelo. Cada mañana, apenas se levantaban de la cama, salían a la calle y se reunían en el último edificio destruido. Era el que tenía más posibilidades de albergar algún tesoro. Más tarde los hombres se llevarían cuanto hubiera de valor. Luego llegarían las mujeres a llorar. Y luego la prensa a informar de lo de siempre.

Aquel día el último edificio derrumbado era la biblioteca. Por el suelo, algunas hojas habían abandonado los libros y lejos de sentirse libres se quedaban a su lado. Parecían querer volver a formar parte de la historia que tan miserablemente les habían arrancado. Sólo quedó un libro intacto.


Un niño lo recogió con cuidado. Lo abrió e intentó descifrar qué decía. Leía con dificultad, la escuela había sido destruida hacía mucho tiempo y le costó entender. Decepcionado lo lanzó otra vez al suelo. No tenía preciosas imágenes sólo una larga lista de nombres.
Un anciano que observaba le llamó y con paciencia le explicó la importancia del libro que había menospreciado. Era el catálogo de todos los volúmenes que había albergado la biblioteca. Allí estaban todos y, como guardianes de la cultura, habían perecido cumpliendo su deber.
Al día siguiente en la única pared que quedó en pie de una espléndida biblioteca, los niños escribieron con su irregular letra, los nombres de todos los libros que habían caído en la batalla.

Resistencia

Las hileras de almendros, con sus hojas a medio caer y sus ramas apuntando hacia el cielo, tienen algo de resistencia agónica, como si aceptaran el destino y al mismo tiempo se rebelaran cuando ven el destino cerca
Paseando bajo los árboles, observo algunas hojas que permanecen colgadas a la espera de acabar en suelo, donde otras las esperan desde hace días. Las hojas del suelo deambulan por allí, aburridas, sin que el viento, que jugó tan alegremente en la rama, se tome la molestia de llevarlas lejos.
En el último almendro, el que está un poco apartado, hay una almendra, una única y solitaria almendra. Aún conserva, medio abierta, la piel verde que el tiempo ha vuelto oscura e innecesaria. Permanece colgada como un adorno navideño, que aunque ya han pasado las fiestas, se empeña en sobrevivir al tiempo. IMG_1664

La almendra, en su resistente soledad, no atiende a las caricias del viento ni a los calurosos ardores que le envía el sol. Nada parece tentarla para abandonar la rama y dejarse caer.
Y yo viéndola sola y vestida con los andrajos de tiempos mejores, no entiendo el porqué de su resistencia. ¿Qué consigue allá arriba siendo blanco de corrientes de aire y rayos de sol? ¿No sería mejor compartir destino con las otras almendras, despojarse de los restos de su andrajoso traje verde y de una vez, lucir el leñoso vestido de otoño?
Y otorgándome el papel de un dios caprichoso, cambio su previsible final y la arranco. Tan indecisa como el propio destino, que juega con las vidas que tiene entre manos, la guardo en el bolsillo trasero de mi pantalón.
Mientras me alejo siento el bulto de la almendra que me acompaña y no estoy segura de si, el haberla arrancado, es un premio o un castigo por no dejarse caer.

viernes, 13 de noviembre de 2015

Saudade

Tras unos días aburridos la soledad quiso  salir de su  confinamiento e ir a un  baile de disfraces.
Consciente de que muchos la reconocerían enseguida buscó una máscara tras las que ocultarse aunque sabía que  era inútil.  Tras probarse unas cuantas decidió vestirse de nostalgia, una máscara que creía le daba otro aire.  Más adelante ya se atrevería con máscaras de alegría y optimismo pero por ahora las veía un tanto alejadas de su estilo.
Cuando hizo su aparición en la fiesta, la mezcla de tristeza  y añoranza fue muy aclamada entre los que la reconocieron. Alguno le comentó que él tenía una igual pero que la dejó en casa y  esta que llevaba, de euforia, se la había pedido prestada a su botella de cava. Intentaría devolverla en buen estado.

Algunos invitados fingían no verla pertrechados tras unas desconcertantes máscaras de alegría. Ella los conocía bien pues la visitaban con frecuencia quejándose del abandono a los que sus allegados les tenían sometidos. Ella los miraba con desprecio y pensaba cobrarse su indiferencia cuando volvieran a visitarla.
Había máscaras de felicidad que estaban muy bien logradas, sobretodo entre los jóvenes. Eran  vistosas y coloreadas. Sin embargo algunas personas de avanzada edad se empeñaron en enfundárselas consiguiendo que se les torciera en un rictus extraño que les daban un aire ridículo.
Algunos se atrevieron a aparecer sin máscaras. Eran gentes que miraban indiferentes el revuelo de la fiesta, como si estuvieran en otro mundo pensando quien sabe qué.
Para su sorpresa hubo personas que sí la reconocieron  y se acercaron, parecían por un momento estar a gusto a su lado, como si en su compañía encontraran un cierto remanso de paz.

jueves, 12 de noviembre de 2015

A Falta De Virtudes

Como detesto encontrar en los demás mis propios defectos. No puedo soportar ver que otros se comportan, se quejan o se vanaglorian de las mismas cosas inútiles e insignificantes de las que yo hago ostentación.

Es como si considerara que mis defectos son míos en exclusiva y que los demás deberían buscarse los suyos.

No voy a nombrarlos por no dejarme ninguno y porque no me gusta señalar. Los tengo y basta. Con que yo me de cuenta no hace falta que haga ostentación. Sería lo ideal pero al darme la vuelta y ver que otros hacen lo que yo, me rebelo. Pienso que estas insignificancias son mías y que los demás tendrían que buscarse otras.

En mis escasos momentos de lucidez reflexiono que los defectos son hechos inherentes al ser humano. Que es otra prueba  de que compartimos algo más que el aire y el agua y la capacidad de hablar. Pero no me consuela y sigo pensando que el defecto tendría que ser un rasgo exclusivo, como las huellas dactilares.

Aunque es cierto que si los defectos no se vieran en los demás, si solo los tuviera yo, quizás no los distinguiría. Se perderían en el anonimato de los rasgos que no interesan más que a los que los disfrutan o a los que los sufren. Si yo no hablara siempre sin escuchar, no me daría cuenta que los demás lo hacen y entonces no tendría conciencia de hacerlo y no seria un defecto sino una característica y entonces no sé si le daría el valor que le doy, pues no lo vería en nadie más y entonces a lo mejor no sabría reconocerlo.
Porque reconocer un defecto que tu tienes en los demás es ya darle un valor. Como si formásemos parte de algo más grande por tener un nexo común ni que sea un defecto. Pero a al vez molesta la uniformidad, la poca capacidad para tener algo propio.
Mis defectos con el tiempo me han tomado cariño. Lo noto y se han hecho mayores, más maduros. Quizás no debería sentir que mis defectos son algo de lo que sentirme orgullosa, pero es que a falta de virtudes…

Mateo 5:3'3

No hay más placer inocente que despertarte antes de la hora que el mundo le exige a tu cuerpo. Es un momento mágico en el que no sabes bien donde estás y te dejas arrastrar por el sueño que aun no está preparado para que le ignores. Él sabe que en cuanto te des cuenta que se acabó su reino, se sumergirá en las profundidades del olvido hasta que el subconsciente lo vuelva a necesitar de decorado.

Por esto durante un instante los ojos se esfuerzan por permanecer cerrados mientras el boceto de rayo de sol se cuela entre los agujeros indiscretos de una persiana mal cerrada.
Cuando era pequeña me costaba que el sueño me abandonara, sin embargo en cuanto abría los ojos me levantaba sin problemas. Al contrario que ahora, que los sueños se van rápido y sin embargo levantarme me cuesta un kilómetro.
La cortina está pendiente de los rayos del sol, no cesa de agitarse con una simple brisa por si se pierde el amanecer y los rayos entran como Pedro por su casa porque ella descuida su cometido. Hoy siento que los rayos van dirigidos a mi personalmente porque todo cuanto leo, oigo, escucho o intuyo me molesta, hasta el punto de querer meter la cabeza en una olla a presión y sentir que es un espacio sereno. El mundo se desentiende de mis pensamientos y va a la suya, como si yo no le importara y gira y gira mientras mi cabeza intenta mantenerse quieta.

El roce de la idiotez en mi mejilla me conforta porque pienso que soy humana y los humanos nos distinguimos por las idioteces que cometemos. No reconocerte como idiota es serlo de verdad. Un idiota va por el mundo con cara asustada y a la vez mirando de frente. Soy idiota sí, pero qué pasa por serlo. No necesito nada más que aceptarlo y ya me siento mejor. Así me da igual que me manipulen y me digan lo que tengo que pensar, como soy idiota pues está bien. El problema es que me traten como alguien inteligente y me den informaciones para gente inteligente porque entonces acrecientan mi idiotez. Solo deseo que me den informaciones a mi nivel para que yo me sienta a gusto conmigo misma y piense que soy una idiota por méritos propios y no porque alguien me ha dicho que lo sea.
Los idiotas vamos por el mundo con los zapatos cordados pero con los lazos sueltos. Es una idiotez para caminar seguro pero que nos avisa que no hay que confiarse. Los otros van con la cara lavada, el pelo al viento y los bolsos bien cerrados y con cara de saberlo todo sin necesidad de estudiar nada. Y seguros que no son para nada idiotas. Pobres

martes, 10 de noviembre de 2015

Azul Amarillo Chillón

En ocasiones cuando mi YO está bien asentado en mí, resignado a compartir conmigo el espacio y el tiempo, alguien comenta que me parezco a X, que soy como Z . Entonces mi YO se rebela, me impulsa a salir de mi y gritar no soy ni X ni Z, porque mi YO me convierte en un ser especial distinto con defectos míos, que no me da la gana pensar que otros también los disfrutan.
Cuando el interior de una es un caos, le gusta que el mundo sea un lugar ordenado. Yo nunca he conseguido mantener las ideas sin que unas se mezclen con las otras. Me hago un lío con lo que creo y con lo que detesto por lo que necesito que el universo sea un lugar donde los bolígrafos no se puedan borrar, que los domingos vengan detrás de los sábados y que el agua caliente salga por la izquierda.
Hoy me siento azul, no un azul tirando a verde, sino un azul amarillento agrio como los limones sin zumo. Los días que me siento azul no necesito grandes cosas para notar que el mundo gira y que yo no tengo nada que aportar más que un gruñido y un pensamiento no muy generoso hacia los de mi especie. Menos mal que siempre encuentro algo que hace que el color amarillo no se vuelva más chillón.

domingo, 8 de noviembre de 2015

Etéreo

No es fácil aceptar que se es un fantasma si uno está convencido de no serlo. Tampoco es fácil comportarse como tal si siempre has pensado que los fantasmas son creaciones de algunas mentes que no se conforman con lo que ven y esperan encontrar en otro espacio, lo que no logran en el que tienen más cerca. Por esto él se mira y no se reconoce. Y mientras se escabulle por los pasillos sin hacer ruido descubre asombrado  su sombra cuando ni él mismo la espera.


Pasa un instante sonoro que se arrastra dejando pequeñas notas de polvo que resuenan por su no-cuerpo. Se sienta a contar lo que siente, mientras congela el sonido como una imagen que reverbera y se pierde por no encontrar eco. Este instante que resuena, le da esperanzas de no ser un fantasma. Pero desanimado comprueba que no puede atraparlo porque, ha de admitirlo, es un fantasma.

Es que los fantasmas que él cree que son fantasmas arrastran un cuerpo vacío como una mortaja que asusta y se meten por espacios sin límites, para darse ánimos, viendo como los otros, los vivos, aúllan de miedo. En realidad no oyen los gritos pero pueden percibir el aroma desteñido del pánico. Por esto él siente el deseo incorpóreo de atrapar un instante, un solo momento entre latido y latido y contarlo.
¡Cómo le gustaría explicar los millones de silencios viudos de voz que se agazapan tras los ruidos! Quizás su ambición ciega su incapacidad para ver que no puede.
¿Puede soñar el fantasma que no cree que los es, en contar una historia? ¿Será capaz de explicar el instante mágico en el que la vida no es real y la realidad muere por ser vida?
Con resignación piensa en lo único que es capaz de crear, un cuento de perdedores y arribistas, de hermosos desgraciados y amigos del horror. Una trama perdida por las esquinas de un cuarto sin baldosas, frío y cálido como un insatisfecho lector.
¿Si se reconoce como fantasma será más llevadera la búsqueda del instante? ¿Pensará que es un instante transparente, que no se percibe pero está ahí como él que es un fantasma y no quiere saberlo?
Y se consuela pensando que lo que vive no es real y sueña  aunque sea un sueño imposible: no ser un fantasma.

Sonámbula

Volar sobre las orejas de un diente de león, bajar hasta el fondo de una cacerola, hurgar entre las arenas de un reloj atrasado, navegar en un bote de naranja color verde… Esto es lo que me gustaría soñar pero no sé donde tengo que hacer cola para llegar a tiempo y que no pasen de mí los sueños.

Cada noche pido al repartidor que se acuerde y me guarde unos sueños bien hermosos. Él, muy erguido, con su uniforme de metacrilato forrado de papel celofán, me dice que tranquila, que me acueste, que una vez dejado el mensaje él se encargará de hacer pasar los sueños por mi almohada. Pero cada día al despertar, me doy cuenta de que me ha tomado el pelo, que mis sueños tienen que ver con mi abuelo muerto que conduce un coche sin luces. O con mi amiga,  que me dice que los perros que se comían las fotos, se han quedado sin dientes.

Y a mí que me importa, yo pedí la vez para un sueño que me llevara a ser mayor de pequeña, que la sopa fuera dulce y que el viento trajera libros enteros y no hojas sueltas.

En cuanto llegue la noche voy a estar muy atenta para no dormirme y cuando venga el repartidor le sobornaré con aquella galleta que hice con trocitos de cristal. Seguro que me trae un buen sueño.

Desde que mi monstruo me abandonó, sólo tengo pesadillas.