Pasa un instante sonoro que se arrastra dejando pequeñas notas de polvo que resuenan por su no-cuerpo. Se sienta a contar lo que siente, mientras congela el sonido como una imagen que reverbera y se pierde por no encontrar eco. Este instante que resuena, le da esperanzas de no ser un fantasma. Pero desanimado comprueba que no puede atraparlo porque, ha de admitirlo, es un fantasma.
Es que los fantasmas que él cree que son fantasmas arrastran un cuerpo vacío como una mortaja que asusta y se meten por espacios sin límites, para darse ánimos, viendo como los otros, los vivos, aúllan de miedo. En realidad no oyen los gritos pero pueden percibir el aroma desteñido del pánico. Por esto él siente el deseo incorpóreo de atrapar un instante, un solo momento entre latido y latido y contarlo.
¡Cómo le gustaría explicar los millones de silencios viudos de voz que se agazapan tras los ruidos! Quizás su ambición ciega su incapacidad para ver que no puede.
¿Puede soñar el fantasma que no cree que los es, en contar una historia? ¿Será capaz de explicar el instante mágico en el que la vida no es real y la realidad muere por ser vida?
¿Puede soñar el fantasma que no cree que los es, en contar una historia? ¿Será capaz de explicar el instante mágico en el que la vida no es real y la realidad muere por ser vida?
Con resignación piensa en lo único que es capaz de crear, un cuento de perdedores y arribistas, de hermosos desgraciados y amigos del horror. Una trama perdida por las esquinas de un cuarto sin baldosas, frío y cálido como un insatisfecho lector.
¿Si se reconoce como fantasma será más llevadera la búsqueda del instante? ¿Pensará que es un instante transparente, que no se percibe pero está ahí como él que es un fantasma y no quiere saberlo?
Y se consuela pensando que lo que vive no es real y sueña aunque sea un sueño imposible: no ser un fantasma.